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Por Ariel Zhen

Un día como hoy, hace ya dos meses, un chico trans de Pudahuel se encontraba compartiendo con su pareja en una plaza en su comuna. En eso que ambos disfrutaban de los últimos días de sol, tranquilos en el espacio público, se acercaron a la pareja tres personas que empezaron a agredir a ambos, insultándolos de forma homofóbica y trans-odiante. Lo que primero fue una agresión verbal escaló rápidamente en violencia física, cuando uno de los atacantes produjo un objeto corta-punzante y se lanzó a atacar a ambos. Si el relato suena conocido, es porque en el último año hemos sabido de incontables agresiones contra la población LGBTQIA+, incluyendo la muerte reciente de una activista trans chilena en México. Pero en este caso, el chico optó por defenderse, y en el proceso, dio muerte a uno de sus agresores.

Desde ese 8 de abril, Estefano se encuentra en la cárcel de San Miguel, imputado por homicidio calificado y cumpliendo con la medida cautelar de prisión preventiva en el recinto penitenciario. Justo hoy cumple los dos meses en la cárcel. En una audiencia de revisión de cautelar a inicios de junio, el Fiscal Marcelo Soto mantuvo la prisión preventiva, sin consideración alguna por la intención de cometer un crimen de odio de los atacantes, y de la legitimidad de autodefensa de Estefano ante el hecho. Además, la familia y el círculo cercano de Estefano se enfrentan a fuerte hostigamiento en su hogar y sus alrededores, y ante esto no ha habido ningún tipo de respuesta ni medidas de protección por parte del sistema judicial.

Junio es el mes del orgullo LGBTQIA+, y pareciera estar en boga el logo arcoíris para las empresas multinacionales (en los países donde es políticamente correcto, por cierto), y más de una municipalidad ha alzado esta misma bandera afuera de su frontis. Sin embargo, los ataques de odio continúan, y quienes osan alzarse en defensa sufren la persecución de un sistema judicial patriarcal que deja a la víctima como victimario. El caso de Estefano no es un caso aislado: se parece mucho al caso de Higui, una mujer lesbiana que también dio muerte a un agresor (en su caso, que tenía la intención de ejercer una violación correctiva grupal contra ella), y por ello pasó dos años en la cárcel en Argentina antes de finalmente ser absuelta. O el caso de Ropi, una mujer aregntina encarcelada actualmente en Brasil por defenderse ante una agresión policial. Y así, sigue la lista.

El mensaje está claro: la única víctima real es la víctima que está muerta. Quienes se defienden ante una agresión patriarcal ya no gozan del estatus de víctima, pues renuncian a su rol de sufrimiento pasivo. El sistema judicial no persigue más que a regañadientes y después de años de presión a quienes ejercen la violencia de género, como lo vemos en los casos de Nicole Saavedra — donde solo ha habido respuestas tras años de lucha por parte de la familia y de grupos lesbofeministas –, Ana Cook – donde aún no hay respuestas –, y muchos más. Menos hay marcos institucionales que cuentan con una estrategia preventiva para evitar los crímenes de odio, los femicidios, los transfemicidios, los lesbicidios, las violaciones correctivas y demás. Pero cuando la víctima se logra defender y sobrevivir, es el mismo sistema judicial que torna toda la maquinaria en su contra. El castigo para quien se defiende cae como las penas del infierno, pero a los agresores se les persigue tarde, mal y nunca. Mientras la autodefensa sea criminalizada, a quienes nos enfrentamos a la violencia patriarcal callejera, de pareja y además institucional, no nos queda otra entonces que ser criminales.