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Piñera Conchetumare

Por Iker C.

El único partido que realmente importa en la derecha es la UDI. Cuando la UDI anda bien, los grandes grupos económicos, el verdadero poder tras el poder, se siente tranquilo, pues es posible confiar que su proyecto y régimen seguirán firme en su cauce histórico (independiente de los tropiezos que se pudieran tener, claro). En cambio, cuando la UDI anda mal, se envuelve en intrigas, divisiones, disputas políticas; el poder, al contrario, se preocupa, incluso a ratos se asusta. Y esto pues, la UDI se ocupa de volver “política” los intereses de la mayoría de los poderes fácticos que expolian este país a gusto. Es, en palabras sencillas, la columna que vertebral políticamente el poder burgués. No es un trabajo fácil, ninguna clase o grupo social es nunca una entidad homogénea. Pero la tarea es siempre posible, así ha quedado demostrado durante estos últimos treinta años. RN o Evopoli (o el que sea), cabe mencionar, son simples “matices” que operan -les guste o no- como apéndices, extensiones, aditamentos, dentro de este gran partido de la derecha chilena.

La gran obra maestra, la ópera prima de Jaime Guzmán, fue la Constitución Política de la República, aquello es innegable. Pero su segunda gran obra fue construir un partido que fuera capaz de encarnar -como nunca antes en la historia de Chile- los valores y el programa de una derecha unificada, estructurada y de vanguardia. Ningún castillo medieval se defiende solo, es necesaria una guardia pretoriana dispuesta a dar la vida por la causa si así fuera necesario. La UDI se diseñó como un partido monolítico pero de apariencia democrática, conformado por una amplia militancia de base, incluso capaz de extender su fuerza sobre barrios y poblaciones extrañas al ADN histórico de la derecha tradicional, pero a la vez es dominado -implacablemente- desde un cúpula directiva, ideológica, sumamente clasista, una elite de cuadros férreamente agrupada en torno a una ideología claramente definida: el gremialismo.

El gremialismo está conformado por tres grandes espadas ideológicas: el liberalismo económico, el autoritarismo político y un conservadurismo moral inspirado en lo más reaccionario del catolicismo apostólico y romano. Con tal combinación de elementos, para nada eclécticos, el genio de Guzmán se aseguraba un partido lo suficientemente fuerte como para enfrentar cualquier tipo de amenaza. Además, la inédita disciplina, cultivada desde sus comienzos en plena dictadura, impediría cualquier tipo de desviación sustantiva respecto a los fundamentos de tan magno proyecto.

Piñera, arrogante y megalómano, menospreció a la UDI. Quiso gobernar solitariamente. Él a la cabeza de todos y todo, presto a responder únicamente ante el juicio de la historia, la que por supuesto sabría reconocer su magnánimo liderazgo y genialidad napoleonica. La debacle no se hizo esperar. Su coalición se quebró frente a una discusión parlamentaria que puso a todo el poder político frente a una disyuntiva de calado histórico: “¿Salvar la república o salvar a las AFP?”. La presión en las calles que amenazaba con destruirlo todo -incluso el sistema político y el Estado- puso rápidamente contra las cuerdas a un Congreso Nacional que es todo menos un actor estúpido o inocuo. Diputados y senadores de derecha hicieron lo que tenían que hacer para salvar su pellejo y su “pax”: aprobar que la clase trabajadora consumiera sus propios ahorros para enfrentar -momentáneamente- una crisis económica como pocas veces se ha visto en nuestra historia. La escuálida oposición de unió en torno a una demanda mediocre, pero factible (en su lógica). Piñera quedó solitariamente aferrado al viejo dogma, defendiendo como un verdadero caballero cruzado su propia porfía y orgulloso.

Los días y horas siguientes estuvieron llenos de golpes a la moral y vanidad de un presidente cada vez más políticamente alienado. El Instituto Libertad y Desarrollo (el más importante centro intelectual del gremialismo), sumando a editoriales y columnas en La Tercera y El Mercurio, junto a periódicos tan prestigiosos como el The Guardian daban cuenta del fracaso gubernamental y la crisis política de Piñera y la institución presidencial en su conjunto. Todas estas voces exigían un “cambio de liderazgos”. En matinales y programas de televisión -de masiva audiencia- llegaron al paroxismo: “¿Piñera pasa agosto?” se preguntaron sin parar.

Frente a la crisis, el miedo y la sorna generalizada, Piñera solo tenía dos opciones: persistir o sucumbir. Persistir significaba seguir gobernando acompañado solamente por su verdadero partido: el partido piñerista. Allí militan leales como Rubilar, Blumel y Cecilia Pérez, entre otros pocos desaliñados hinchas más. Sucumbir, por el contrario, significaba entregar -de forma solapada- la presidencia a la UDI, el verdadero y único partido de derecha capaz de librar un guerra que se desarrolla, a la vez, a múltiples bandas y en incontables trincheras.

El cambio de gabinete fue un claro movimiento ofensivo en ese sentido: Desbordes fue neutralizado; Blumel y Rubilar despejados; Allamand premiado -por su leal comportamiento- con el ministerio que siempre soñó; y la UDI fue puesta al mando de la más importante responsabilidad del Estado, en un contexto histórico marcado -se sabe- por la polarización social, la crisis política y económica, y el desarrollo radical y extensivo de la lucha de clases. Bellolio, otro poco profundo fanático, fue instalado como portavoz de un gobierno que ya no jugará más a las “palabras” ni a las “razones”; desde ahora solo resonarán tambores ofensivos de conflagración. Víctor Pérez, un viejo cuadro del pinochetismo ochentero, gremialista adicto y disciplinado, hoy porta orgulloso los fusiles de la reacción.

Ya no gobierna Piñera, como “solitario lobo”; hoy, iracundo pero resuelto, se encuentra escoltado por la fuerza política más decidida que pueda existir en este rincón del mundo, una verdadera manada hambrienta de lobos, un partido templado por décadas en el arte de la guerra. No es que antes Piñera, Chadwick o Blumel no se hubieran dispuesto a ello. Para nada, pues sus manos están igualmente manchadas de sangre, tortura y muerte. Sin embargo, todo lo terrible puede serlo siempre aún más. Obvio, no sabemos qué nos deparan los meses siguientes, pero tenemos la lamentablemente certeza que este régimen no escatimará en violencia para enfrentar y neutralizar cualquier ofensiva social o política. Hoy está todo más claro: el partido de la muerte tomó posición, eligió sus armas y organiza su estrategia mientras se acomoda en su putrefacta trinchera.